Tenía quince años y me recordaba a mí misma paseando por el sendero que llevaba al pueblo, era muy fácil no perderse, porque simplemente había que seguir el riachuelo. Era la única zona verde del paisaje, allí sí crecían flores, y a veces te encontrabas algún que otro animalito, pero había que estar en silencio y observar con mucho cuidado.
Aquel año parecía no haber sido demasiado bueno para mis padres. El trabajo era cada vez más escaso, y todo lo que poseían se reducía por momentos a cenizas, así que allí estábamos, volviendo con el poco equipaje que nos quedaba (apenas tres maletas) al lugar dónde vivían antes de marcharse a la ciudad.
Por aquel entonces, la casa no estaba en ruinas. Relucía como un diamante, salía humo de la chimenea cada noche, y en el porche siempre se encontraba el dueño de aquellas cajas misteriosas de las que os hablaba al principio, siempre acompañado de una pila de libros y de una pipa de madera humeante.
Yo no estaba muy contenta, dejaba una vida feliz atrás. Allí de donde venía, mi familia era popular y yo también. Ahora no teníamos dinero, y estábamos en un lugar para mí extraño, incomunicado y sucio.
Lo único que me consolaba era aquel sitio secreto de color verde, por eso cada día me escapaba durante horas a pasear. A veces, me sentaba en una roca y pasaba las horas observando en silencio para ver animales, otras olía las flores y me imaginaba lejos y feliz.
Pensaba pasar sola todo el verano, ya llegaría septiembre para empezar a conocer gente, aunque tampoco tenía ganas.
Uno de aquellos días en los que me escapé al río, decidí sentarme como normalmente hacía en la roca más grande. Me dispuse a escribirle una carta a mi mejor amiga, y contarle lo mal que lo estaba pasando, cuando de repente escuché un ruido detrás de mí. Me asusté y me levanté lo más rápido que pude dispuesta a salir corriendo. Pero la curiosidad me pudo, y me giré para ver qué era.
Y allí estaba. De pie. Mirándome fijamente.
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