jueves, 21 de agosto de 2014

I. La llegada

Me encontraba mirando a través de la ventana. Era de noche y el silencio lo robaban los grillos, que cantaban cada luna de verano. No sé por qué, pero en aquel lugar la luna siempre me había parecido más grande y mucho más brillante, y a ella la acompañaban millones de estrellas que parpadeaban sin cesar y que me hacían sentir que estaba en casa.

El cristal estaba sucio y lleno de polvo, así que decidí abrir la ventana y contemplar aquella maravilla que me miraba a los ojos y que se merecía toda mi atención. Comencé a coger aire, muy fuerte, pues sentía la necesidad de captar cada olor de aquella noche.

Ahora nadie vivía en aquella vieja casa, la madera era débil y el invierno había calado tanto en ella, que había que caminar con cuidado para que no se rompiese. Los muebles estaban tapados por unas amarillentas y sucias sábanas que algún día pertenecieron a alguien que probablemente ya estaba muerto. Este pensamiento me ponía bastante nerviosa, y formaba en mi interior una mezcla de miedo y melancolía que no sentía hacía años. Probablemente porque empezaba a recordar por qué había vuelto a aquel lugar.

Al final del salón había una decena de cajas apiladas que contenían todos los cachivaches extraños que antes decoraban el ambiente, el dueño de la casa era un tipo peculiar al que le encantaba coleccionar objetos sin sentido, pero con mucha historia. Tenía muchísimas ganas de abrir esas cajas y ver realmente que había dentro, añoraba aquellos objetos. Pero algo dentro de mí, me decía que no lo hiciera, que aquello eran tiempos pasados.
En aquel momento me di cuenta de que ni siquiera había soltado las maletas, así que por fin las dejé en el suelo con cuidado, y salí a respirar al porche deseando que aquella noche no terminara jamás.

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